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En el
instante decisivo en que la escena se detiene, ante el dilema de su
sobrevivencia, el personaje le dice al actor:
-No olvides el poema.
El actor pregunta al personaje:
-¿Qué poema?
El personaje responde:
-El poema de lo que aún no ha
sucedido.1
En una de sus paradojas sobre el arte de la actuación, Luis
de Tavira nos revela uno de esos puntos mágicos en los que se produce la
fascinación por el teatro. Queremos que algo suceda: lo que no ha sucedido. Lo
que el actor aún no hace pero que será realizado. Un acto. Acciones que den
vida a los personajes que espera el que contempla su paisaje. Ése que presiente
la ausencia y que desde las tinieblas de la butaca aguarda con impaciencia
hasta que aparece la luz invisible por la que se siente misteriosamente atraído. Esperamos un personaje encarnado
en el cuerpo de un actor. Un personaje que ponga en éxtasis nuestra presencia
al reconocernos en alguna parte de su historia. Teatro y cuerpo, cuerpo y
actor, personaje y fantasma, son elementos que componen el poema de lo que se
espera que suceda en el espacio teatral.
Digamos que el teatro sucede en el encuentro azaroso entre
actor y personaje, en el momento en que ambos se cruzan para dar existencia a
lo que aún no ha sucedido. No hay actor sin personaje, ni personaje sin actor:
sólo el cruce entre ambos hace posible la actuación. En el teatro del cuerpo,
el protagonista es el cuerpo, un cuerpo que trastorna la psicología del actor
para liberarse de una identidad que
no existe. Una identidad que se va conformando de manera necia e ineficaz en la
existencia, como si se tratara de hacerse un traje a la medida en el que nunca
se acaba por caber, porque siempre termina quedando estrecho por algún lado y/o
largo y ancho por otro. Si no hay identidad, si no hay una estructura ilusoria
en la que se sostenga la pedacería que somos, entonces el actor no es uno con su cuerpo, es él en esa búsqueda
incansable y su cuerpo que anhela con salir de sí porque no cabe en él. El traje le queda chico y busca un otro que le permita escapar de sí mismo, un personaje, una máscara que
le procure la posibilidad de ser otro.
Y entonces, el personaje se presenta al actor como una especie de imagen
fantasmagórica, como un espectro que desea sentir la vida, beber en la sangre
de un cuerpo que caliente su existencia. Y cuando lo encuentra, el cuerpo-actor
está dispuesto a dejarse absorber por el personaje a cambio de la embriaguez
que viene como consecuencia de sobrellevar y sufrir las pasiones de ese otro, que no es, sí mismo.
Para que se dé ese encuentro entre actor y personaje es
necesario des-aprender los vicios y
hábitos a que se ha acostumbrado el cuerpo, transformar la manera de hablar, de
caminar, de moverse, de ver, de oír, de oler. Convertir cada movimiento en
danza y en música hasta llegar a un éxtasis en el que se libere la identidad para la comunión con lo otro. En el teatro como en la vida se muestra con evidencia que
no se puede separar el cuerpo de la mente del actor, que la separación es una
ilusión del pensamiento, y por eso tampoco puede pretenderse regresar a un
cuerpo como si se hubiera perdido. El actor, que es cuerpo y mente, no está en
un lado ni en otro sino en la interjección, en esa y griega que hace posible el juego de las identidades que quieren
estar en un lado y en otro, en ese éxtasis que produce el estar en la línea más
delgada, que va de un lado a otro en un delirio que impide la fijación de una
identidad. Algo parecido a lo que cuenta Peter Brook en su libro El espacio vacío, cuando nos dice que no
es el director de orquesta el que hace la música, sino ésta a él, cuando ese
carácter invisible que tiene la música se apodera de él y a su través nos
llega, para reconocer su abstracción en una forma concreta.
El lenguaje artístico del teatro le permite al actor
atribuir significaciones imaginarias a lo que no existe y experimentar en ello
una especie de liberación de la supuesta unidad en que estamos insertos. El actor
y el artista en general hacen despiertos lo que los demás hacemos sólo cuando
estamos dormidos o cuando éramos pequeños: jugar a ser otra cosa. Más allá de lo real, se explora en la posibilidad de
hacer visible un mundo de ficción, un espacio virtual que no existe en la
realidad pero que no deja de ser vivido por quien lo sueña. Así el actor hace
aparecer la forma concreta del personaje en la obra, le da vida a algo que no
existía hasta antes de que prestara su cuerpo para que eso fuera posible. El
personaje necesita un cuerpo, y el actor un personaje. Y en la fusión ambos se
convierten en obra de arte, en la concreción de un abstracto, en el maravilloso
espacio de ficción por el que todos nos sentamos delante del escenario. En el
que nos concentramos por el tiempo que dura la función, para escapar de ese nosotros mismos que tan aburrida tiene
nuestra existencia.
¿Pero de qué depende que ese otro nos fascine, nos capture, nos hipnotice, nos sorprenda? Depende
fundamentalmente de la maestría del actor, de su lenguaje simbólico, del
ambiguo y enigmático ámbito en el que se mueve la creación teatral. Porque el
actor crea algo que no existe, un
personaje que cobra vida en el cuerpo de quien se ha prestado para dejarle ser,
de tal suerte que al actor no lo vemos como un mentiroso en escena, sino como
el progenitor de una figura hasta entonces invisible. Actor y personaje se confabulan para entrar juntos a vivir la
misma historia, a padecer y gozar la misma vida. Han decidido llevar a cabo una
experiencia idéntica. Los dos son uno,
por ello es que el actor no se distingue del personaje mientras lo lleva
encima. El actor no puede fingir ser el personaje porque entonces no es el
personaje. Tiene que dejar de ser la persona ordinaria que es de manera
cotidiana para darle paso a lo que de otra manera no tendría existencia. La
dificultad está en que tiene que dejar de ser ese algo en lo que está metido para
poder convertirse en otro. Transformarse
en algo que normalmente no representa. Dejar de ser yo, y entrar al gozne de construir la existencia de un otro, y dejarse jugar por el retozo de un poema que aún no ha sucedido.
De ahí que el actor no vuelve a ser el mismo después de que
ha encarnado a un personaje. Porque éste le deja huellas, cicatrices imborrables
que le recuerdan que otro, que no es
él, ha pasado por su cuerpo, y que en esa confusión nada vuelve al mismo punto
porque una vez que se han mezclado los ingredientes resulta muy complicado
dispersarlos. El encuentro favorecido artificialmente da lugar a un estado de
hecho, que como dice Clément Rosset para el caso de la filosofía, se ha trabado
bien.
Pensar, en todos los casos, viene a ser lo mismo que
«trabar» entre sí elementos de azar (en todos los casos: incluso los
pensamientos que afirman radicalmente el azar no niegan la posibilidad de tales
«trabazones», pero las consideran tan sólo como azarosas). Toda filosofía puede
definirse así como el azar que se ha
trabado.2
En la profundidad de esa sabiduría revelada por el azar, el
actor resuelve no ser siempre el mismo personaje, porque la magia del juego
está en ser siempre algo más. En jugar eternamente a no ser lo mismo, ni a
estar en el mismo cuerpo. Por lo que actor y personaje se expulsan una vez que
ha terminado la escena. El actor deja de actuar y el personaje desaparece, por
lo menos mientras vuelve a representarse la escena. Pero como haber cargado con
el personaje por un tiempo determinado deja hierros de los que resulta muy
difícil despojarse. La separación deja en ambos una suerte de contaminación que
modifica leve pero irreversiblemente lo que antes era de una manera y ahora se
muestra de otra. El actor adquiere un extraño gusto por la diversidad y quiere ser muchos
personajes, no para encontrar en ellos una combinación perfecta, un traje a la
medida o el personaje adecuado, sino por la satisfacción que experimenta en el
ejercicio de sostener al otro. El
reto que implica poder ser cada vez una cosa diferente y hacer visible lo
invisible en la mágica transformación.
Para que ello sea posible el actor necesita de técnicas que
le permitan hacer con eficacia su trabajo, vivir los dramas del personaje y
sentir la energía que desborda su vitalidad. Necesita transformar su cuerpo
hasta lograr la metamorfosis adecuada, lo que implica un gran trabajo de
investigación y experimentación, des-aprender
los movimientos habituales del cuerpo y explorar más allá de los límites
autoimpuestos inconscientemente. Un giro, una mueca, un brinco, una contorsión,
un meneo es lo que percibe el espectador y lo que vuelve seductor al teatro.
Así como el griego deseaba ser el héroe de la escena, el espectador se
identifica ahora con los personajes que le son revelados por el actor. Una
acción que requiere de la energía del actor, el arrojo que le permite
apropiarse de todo aquello cuanto le sirve para darle forma a lo que no la
tiene.
Es por todo esto que puede decirse que el teatro se hace en
presente, y aunque quedan huellas de cómo fue hecho, nada queda de las acciones
fugaces con que se representa una obra. La actuación empieza y termina con las
acciones del actor: así sea presentada la obra más de cien veces, las cien
veces empezará y terminará con las acciones del actor, cada día estará el actor
ahí, dispuesto a prestar su cuerpo para encarnar al personaje y hacer el poema de lo que aún no ha sucedido,
para vivir y compartir cada día con el personaje. No hay historia de lo que aún
no ha sucedido, porque mientras nada haya sucedido, puede suceder cualquier cosa.
Producto siempre de encuentros azarosos que nadie puede prever, lo que aún no
ha sucedido es probable que suceda, pero aún no ha sucedido. Si el poema aún no
ha sucedido, el teatro puede inventarse un mundo de ficción, de hombres que
viven entre el sueño y la vigilia, transeúntes de un espacio a otro, que
pretenden escribir en el sistema nervioso del espectador su propia poética.
La carga más importante de la representación está en el
actor que se vacía de sí mismo para llenarse de otro. Para darle cabida al
personaje que no ha sido. Convertirse en el continente, en el espacio de lo que
podría desbordarse de otra manera. El cuerpo del actor le da forma a la fuerza
excesiva del personaje. Lo contiene en una forma y un ritmo que no sólo se
hacen visibles, sino que de otra manera podrían no llegar a existir.
No se va al teatro a ver las cosas como están en el mundo,
sino a ver las posibilidades de multiplicación que el mundo tiene en la
representación. Se va al teatro a presenciar los mundos posibles que la imaginación del poeta es capaz de poner ante
nuestros ojos, a disfrutar del juego que hace posible que lo que funciona en el
mundo de una manera, camina en el arte de otra.
Hamlet no cobra vida en el texto sino en el cuerpo del
actor, por eso no es igual en un actor que en otro. Hamlet quiere vivir en el
cuerpo del actor y el actor quiere que Hamlet viva en su cuerpo. El actor
decide ser un personaje y éste no existe hasta que aquél le encarna: hasta que
es creado por el cuerpo hace posible su existencia. Surgen ambos al mismo
tiempo. El actor traduce su energía corporal en pequeños impulsos y acciones
físicas que lo llevan a interpretar un personaje creíble. Y en esa virtualidad
su existencia es aparente pero posible, verosímil pero sin efecto actual.
Parece que el actor asesina, pero no lo hace de verdad. No es un asesino, sino
un actor con la intención de construir un personaje, convirtiendo su cuerpo en
una obra de arte en la que se erige un mundo-ficción. El personaje cobra vida
en el cuerpo del actor. Un cuerpo que está ahí para dejarle ser y aparecer,
pero no para dejarse ir en el personaje, pues quien muere en escena es el
personaje y no el actor. Esto es posible mediante ciertas técnicas que le
permiten al actor hacer con eficacia su trabajo, de modo que vive los dramas
del personaje y desea sentir la energía que desborda su vitalidad, pero no se
agota en una sola representación.
El actor cuenta con la energía de su cuerpo, se sirve de
ella para darle forma a lo que no la tiene: el personaje. Presta su cuerpo, se
vacía de sí mismo para llenarse de otro, hasta contener la existencia y la
forma del personaje. La construcción de una máscara en un cuerpo que padece,
que hace suya la pasión de otro, que sufre y se desgarra en su tragedia, Un
cuerpo en el que quedan las huellas y los vacíos, por el que se hacen pasar las
emociones, que quiere sentir aquello que existía sólo como posibilidad. Vivir en
algún lado. Y el actor quiere desplazarse de continuo en la locura que lleva de
una máscara a otra. Agotar todas las
máscaras es signo de jovialidad, agotarlas para volver empezar.
Sólo en el arte se comparte la suerte
común de todas las formas simbólicas: la de funcionar en sentido inconexo,
irregular, sugestivo, creador de mundos cambiantes, antitéticos,
contradictorios que sólo en la apariencia saben redimirse. Muchos personajes en
un mismo cuerpo es la respuesta del actor que ha encontrado en ellos la manera
de suspender momentáneamente el infinito peso del mundo y de esta manera
soportar la existencia. Reírse del mundo y encontrar en el placer del absurdo
el secreto del arte: el descentramiento de lo que existe.
Ser un punto
entre mil y estar dispuesto a desfilar detrás de ese en otros más hasta el
infinito, significa que el yo no privilegia un determinado papel y que
está dispuesto a no identificarse para siempre con un sólo paraje. El actor no
adscribe su yo a un rol determinado. Superando de manera irónica, la tiesa composición entre lo verdadero y lo falso.
Nietzsche diría
que el actor busca en el arte la posibilidad de producir la inversión del mundo
en que se desarrolla la vida, y que si la máscara es una condición permanente
de la humanidad, el instante de creación en que se invierte el mundo por el
arte se presenta como el punto de fuga que no es atrapable, como una ruptura de
los límites, las divisiones y los conflictos en que se desenvuelve la vida
común gracias al residuo que sobrevive al esfuerzo por reducirlo todo a un
mundo sistemáticamente organizado.
El actor revela
en su ejercicio teatral que la promesa de ser algún día algo, con lo que hemos anhelado toda nuestra vida, es un tejido que
se desmorona por no existir realmente. La vida es una multiplicidad de formas,
una composición de fuerzas que sólo están sostenidas por el azar de lo que
existe. Nada que pueda controlarse por el proyecto. El actor sabe y revela al espectador que sólo en la multiplicidad de máscaras
se impide la coagulación de la existencia. Que en esa dinámica de rompimientos
que transporta a tiempos y espacios distintos, se abren las puertas de
relaciones insospechadas. Un acercamiento al cuerpo y una preparación
coordinada que descubre en las capacidades del actor un poder para sobrepasar
sus propios límites. Una fuerza que todo lo sostiene y por la que todo ocurre.
El arte
considerado como representación teatral que busca la despersonalización
sistemática hace del gesto una máscara. Gestos de articulaciones polisémicas,
que exploran un lenguaje comunicativo, valiéndose –como dice Artaud– de una
prodigiosa matemática del teatro, que de una manera tan admirable como
sorprendente, muestra en los gestos momentos imperceptibles en la vida
racional. Como cuando Edipo se saca los ojos en el teatro, en ese lugar que ha sido creado para ver y en
el que no queda nada para divisar. Ahí se muestra la gravedad y el peligro de
los puntos del cuerpo que es necesario tocar para arrojarse al trance mágico
del teatro. Dice Artaud que «el teatro
enseña justamente la inutilidad de la acción, que una vez cometida no ha de
repetirse, y la utilidad superior del estado inutilizado por la acción, que una
vez restaurado produce la sublimación».3 El profundo valor
expresivo del cuerpo no está en el gesto encontrado sino en el que está por
hallarse. Porque la satisfacción de haber encontrado el gesto adecuado para un
personaje es tan inmediata que desparece con el instante en el que se descubre
que el estado inutilizado por la acción es un territorio más vasto y sugerente.
La acción del
teatro, en opinión de Artaud, impulsa a los hombres a verse en su fragilidad, y
frente a esa debilidad, la invitación a tomar una actitud heroica y superior. Algo muy parecido al
estímulo que hace Nietzsche al recogimiento para desatar el impulso primaveral
de fuerza extraordinaria. Así como la naturaleza celebra su exceso con el florecimiento
después de haberse recogido en el invierno, el actor podría imitar el
surgimiento de esa potencia. Explorar la posibilidad de ser algo más en el
mismo cuerpo. Ser otro, dejar que
renazca lo que se contiene secretamente.
[…] no es que alguien se disfrace y
quiera producir un engaño a otros, no, antes bien, es que el hombre está, fuera
de sí y se cree a sí mismo transformado y hechizado. En el estado del hallarse
fuera-de-sí, en el éxtasis, ya no es menester dar más que un sólo paso: no
retornamos a nosotros mismos, sino que ingresamos en otro ser, de tal modo que
nos portamos como seres transformados mágicamente.4
Ya decíamos antes que el personaje
descansa completamente en la maestría artística del actor que desde lo oculto
va mostrando mágicamente todo a plena luz, a diferencia del actor que ante su
anatomía no guarda ya nada oculto. No es el cuerpo en sí, sino el brote de su
lozanía y lo que es capaz de hacer con él, los innumerables gestos que hablan
de sentimientos, pasiones, apetitos e impulsos. El lenguaje del teatro debe
apuntar a la utilización simbólica del espacio. Acentuar la cultura de los
gestos, las expresiones, las posturas, más allá del dominio del pensamiento y
la inteligencia cotidiana. La búsqueda plástica del lenguaje físico, que casi
siempre es enérgico y vigoroso, se comprende mientras se mantiene encerrado en
su propio lenguaje o en correlación con él. El teatro debe romper con la
actualidad, porque su objeto no es resolver conflictos sociales ni servir de
campo de batalla a las pasiones morales, sino expresar ciertas verdades
secretas. Sacar a la luz por medio de
gestos ciertos aspectos de la existencia que
se mantienen ocultos. Unir las posibilidades expresivas de las formas al mundo
de los gestos, los ruidos, los colores, y los movimientos. Darle más
importancia a la expresividad física de la mueca, a las necesidades físicas de
la escena para no destruir sus posibilidades.
Se trata de
transgredir los límites ordinarios y realizar una suerte de creación artística
en la que el actor se coloca entre el sueño y la vigilia, el espacio donde se produce
el desgarramiento del actor porque sufre en su transfiguración el control de
una fuerza que no logra fulminarlo. La potencia del actor comparada con la
furia del asesino que se agota a sí misma está en que se mantiene en los
límites de un círculo perfecto. Su acto es verdadero, viviente, mágico, sin
escapatoria, y provocador como lo más absoluto de la rebelión. Pero no muere
con el acto, antes bien se introduce en un vértigo interminable que lo obliga a
ir cada vez más lejos. Por lo que cuando vemos la escena representada tenemos
la impresión de que el acto es irrepetible. Nos da la impresión de que todo
aquello es inesperado, aún cuando hayamos visto la obra ya más de una vez.
El actor fija de
manera estricta y calculada hasta los últimos detalles de la representación,
pero por un extraño misterio del teatro, no deja de reclamar la posibilidad de
improvisar. De manera que la encarnación del personaje sólo se vuelve un
producto terminado para el espectador. En el escenario no puede desdeñarse el
irremediable toque con lo real. Pero torearlo depende de la prestancia del actor que ha aprendido a no reprimir sus impulsos, porque
ellos le conducen a las formas. La intuición de que sumergirse en el caos puede llevarlo a encontrar la
fuerza necesaria para establecerse con arrojo en su osadía para destruir las
formas ordinarias. Y que las siluetas huecas que sobreviven a la catástrofe
engendran los elementos plásticos de que dispone el teatro.
Bajo el efecto
que produce la visión del caos, la percepción se modifica y capta dimensiones,
formas y acciones que parecen más propias de la alucinación. Una fiesta en la
que las imágenes tienen poder y fuerza absoluta, donde las potencialidades
producen efectos insólitos. Para darnos una idea de los alcances de su ímpetu,
revisemos lo que dice Peter Brook:
Para
iniciar una ceremonia de vudú haitiana lo único que se necesita es un poste y
gente. Se comienza a batir los tambores y en la lejana África los dioses oyen
la llamada. Deciden acudir y, como el vudú es una religión muy práctica, tiene
en cuenta el tiempo que necesita un dios para cruzar el Atlántico. Por lo
tanto, se continúa batiendo los tambores, salmodiando y bebiendo ron. De esta
manera se prepara el ambiente. Al cabo de cinco o seis horas llegan los dioses,
revolotean por encima de las cabezas y, naturalmente, no merece la pena mirar
hacia arriba ya que son invisibles. Y aquí es donde el poste desempeña su vital
papel. Sin el poste nada uniría el mundo visible y el invisible. Al igual que
la cruz, el poste es el punto de conjunción. Los espíritus se deslizan a través
del bosque y se preparan para dar el segundo paso en su metamorfosis. Como
necesitan un vehículo humano, eligen a uno de los participantes en la
ceremonia. Una patada, uno o dos gemidos, un breve paroxismo en el suelo y el
hombre queda poseído. Se pone de pie, ya no es él mismo, sino que está habitado
por el dios. Éste tiene ahora forma, es alguien que puede gastar bromas,
emborracharse y escuchar las quejas de todos. Lo primero que hace el sacerdote
cuando llega el dios es estrecharle la mano y preguntarle por el viaje. Se
trata de un dios apropiado, pero ya no es irreal: está ahí, a nivel de los
participantes, accesible. El hombre o la mujer comunes pueden hablarle, cogerle
la mano, discutir, maldecirlo, irse a la cama con él: así, de noche, el
haitiano está en contacto con los grandes poderes y misterios que le gobiernan
durante el día.5
El
espacio teatral desterritorializa como el arte en general. Basta que el cuerpo
se introduzca a un nuevo ritmo para que la hueca silueta de sus formas se
invada con imágenes sorprendentes. Moverse de la misma manera por mucho tiempo
hace que el cuerpo salga de sí y experimente emociones distintas. Cinco o seis
horas bastan para que el cuerpo entre al éxtasis que produce la danza. El estar fuera de sí, es la condición para
encontrarse con lo otro. En algunos ritos, la separación es para
incorporarse de nuevo pero de manera distinta en la comunidad. Morir para
renacer con la fuerza ansiosamente invocada. Ritos en los que surgen danzas,
intentos por expresar emociones para las cuales resulta inadecuada la palabra. Y
en el teatro se trata de producir esos trastornos permanentemente.
Como el actor no puede descansar en sus habilidades y
técnicas adquiridas, tiene que desarrollar su capacidad para responder
espontáneamente durante el acto. Consagrarse a la investigación teatral como
explica Grotowski en su teatro pobre. La educación del actor no consiste en
aprender algo, sino en eliminar las resistencias del organismo. Respecto a esto,
Eugenio Barba señala:
Si el actor, al plantearse públicamente como un desafío,
desafía a otros y a través del exceso, la profanación y el sacrilegio injurioso
se revela a sí mismo deshaciéndose de su máscara cotidiana, hace posible que el
espectador lleve a cabo un proceso similar de autopenetración. Si no exhibe su
cuerpo, si en cambio lo aniquila, lo quema, lo libera de cualquier resistencia
que entorpece los impulsos psíquicos, entonces no vende su cuerpo sino que lo
sacrifica. Repite la expiación; se acerca a la santidad.6
El actor tiene que producir una
combinación de instinto y disciplina para expresar sus asociaciones más intimas.
De manera que quienes sean capaces de realizar la provocación, la transgresión
y la revelación de sí mismos, dejarán atrás la máscara cotidiana. Una máscara
de frustración, que oculta los conflictos internos. Con el objeto de acceder a
una zona en la que esas complicaciones no desaparecen, sino que se subliman
permanentemente porque en ellas se encuentra el germen de la sabiduría y de la
creatividad. El actor debe acudir a su maestría para trascenderse a sí mismo en
un acto de revelación que lo haga cada vez más fuerte.
Un último asunto que el actor
resuelve, es lo que plantea Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción: el asunto de que el cuerpo es aquello
gracias a lo que existen objetos. El cuerpo les da existencia con su
mirada y prepara el espacio que les da profundidad. Se instala en un lugar, mira,
y desde ahí hace que el objeto muestre una de sus caras. Puede moverse si
quiere percibir el objeto desde otro ángulo y así conocer el resto de sus
caras. El cuerpo impone la presencia
del mundo. Yo observo los
objetos exteriores con mi cuerpo, los manipulo, los examino, y les doy la
vuelta; pero, a mi cuerpo, no lo
observo: para poder hacerlo sería necesario disponer de un segundo cuerpo, a su
vez tampoco observable.
Cuando
el propio cuerpo se observa en el espejo, la imagen se ofrece como un
simulacro, como una sombra que mima las iniciativas del cuerpo real. El actor
lo sabe, y potencia la distancia. Al dejar de ser el cuerpo un objeto visual en la medida que nos acercamos a los ojos, el
cuerpo se separa del mundo de los objeto, y prepara en medio de ellos un
semiespacio al que no tienen acceso. Un espacio que la imaginación
creadora repara de manera virtual con la máscara actoral. El cuerpo en el
teatro produce no sólo la percepción que se tiene ante otros objetos, sino la
que se tiene con la mano que toca a la otra mano, esa que siente que toca y que
se siente tocada, en una especie de re-flexión. Pues no se trata de tocar el
resto del cuerpo como un amasijo de huesos y músculos, sino el cuerpo como el
contorno y la frontera con el mundo. En la paradoja de ser parte de un espacio corpóreo que envuelve en lugar de
desplegar, y de querer, al mismo tiempo, que la oscuridad del espacio exterior
no le impida la claridad del espectáculo.
El actor distingue entre su gesto y su objetivo. El
cuerpo para ver, no puede verse a sí mismo perdiendo con ello su objetivo,
tiene que instalarse en la zona de
no-ser ante la cual pueden aparecer seres precisos, figuras y puntos.
Éste hace uso de sus gestos para deslizar su cuerpo en el espacio y permite que
un fantasma atraviese su cuerpo real. A cambio del carácter melódico que
encuentra el cuerpo en el gesto no habitual. Algo parecido a lo que relata
Merleau-Ponty con el enfermo picado por un mosquito, que al buscar el punto
picado lo encuentra enseguida porque no se trata para él de situarlo con
respecto a unos ejes de coordenadas en el espacio objetivo, sino de llegar con
su mano al punto picado con el objeto de rascar. Una relación vivida dentro del
sistema natural del propio cuerpo, pero que con frecuencia se desatiende, y
cuando se mira, produce sorpresa por encontrar ahí: el poema de lo que no ha sucedido.
Notas
1. De Tavira, Luis, El
espectáculo invisible, Asociación de directores de escena de España,
Madrid, 1999, p.137.
2. Rosset, Clément, Lógica
de lo peor, Barral, Barcelona, 1976, p.66.
3. Artaud,
Antonin, El teatro y su doble,
Editorial Hermes, México, 1987, p. 92.
4. Nietzsche, Friedrich, El
Nacimiento de la tragedia, Alianza Editorial, Madrid, 1995, p. 202.
5. Brook, Peter, El
espacio vacío, Ediciones Península, 2006.
6. Grotowski, Jerzy, Hacia
un teatro pobre, Siglo XXI, México, p. 28.
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