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Sonia Viramontes Cabrera



En el instante decisivo en que la escena se detiene, ante el dilema de su sobrevivencia, el personaje le dice al actor:

-No olvides el poema.

El actor pregunta al personaje:

-¿Qué poema?

El personaje responde:

-El poema de lo que aún no ha sucedido.1

 

En una de sus paradojas sobre el arte de la actuación, Luis de Tavira nos revela uno de esos puntos mágicos en los que se produce la fascinación por el teatro. Queremos que algo suceda: lo que no ha sucedido. Lo que el actor aún no hace pero que será realizado. Un acto. Acciones que den vida a los personajes que espera el que contempla su paisaje. Ése que presiente la ausencia y que desde las tinieblas de la butaca aguarda con impaciencia hasta que aparece la luz invisible por la que se siente misteriosamente atraído. Esperamos un personaje encarnado en el cuerpo de un actor. Un personaje que ponga en éxtasis nuestra presencia al reconocernos en alguna parte de su historia. Teatro y cuerpo, cuerpo y actor, personaje y fantasma, son elementos que componen el poema de lo que se espera que suceda en el espacio teatral.

Digamos que el teatro sucede en el encuentro azaroso entre actor y personaje, en el momento en que ambos se cruzan para dar existencia a lo que aún no ha sucedido. No hay actor sin personaje, ni personaje sin actor: sólo el cruce entre ambos hace posible la actuación. En el teatro del cuerpo, el protagonista es el cuerpo, un cuerpo que trastorna la psicología del actor para liberarse de una identidad que no existe. Una identidad que se va conformando de manera necia e ineficaz en la existencia, como si se tratara de hacerse un traje a la medida en el que nunca se acaba por caber, porque siempre termina quedando estrecho por algún lado y/o largo y ancho por otro. Si no hay identidad, si no hay una estructura ilusoria en la que se sostenga la pedacería que somos, entonces el actor no es uno con su cuerpo, es él en esa búsqueda incansable y su cuerpo que anhela con salir de porque no cabe en él. El traje le queda chico y busca un otro que le permita escapar de sí mismo, un personaje, una máscara que le procure la posibilidad de ser otro. Y entonces, el personaje se presenta al actor como una especie de imagen fantasmagórica, como un espectro que desea sentir la vida, beber en la sangre de un cuerpo que caliente su existencia. Y cuando lo encuentra, el cuerpo-actor está dispuesto a dejarse absorber por el personaje a cambio de la embriaguez que viene como consecuencia de sobrellevar y sufrir las pasiones de ese otro, que no es, sí mismo.

Para que se dé ese encuentro entre actor y personaje es necesario des-aprender los vicios y hábitos a que se ha acostumbrado el cuerpo, transformar la manera de hablar, de caminar, de moverse, de ver, de oír, de oler. Convertir cada movimiento en danza y en música hasta llegar a un éxtasis en el que se libere la identidad para la comunión con lo otro. En el teatro como en la vida se muestra con evidencia que no se puede separar el cuerpo de la mente del actor, que la separación es una ilusión del pensamiento, y por eso tampoco puede pretenderse regresar a un cuerpo como si se hubiera perdido. El actor, que es cuerpo y mente, no está en un lado ni en otro sino en la interjección, en esa y griega que hace posible el juego de las identidades que quieren estar en un lado y en otro, en ese éxtasis que produce el estar en la línea más delgada, que va de un lado a otro en un delirio que impide la fijación de una identidad. Algo parecido a lo que cuenta Peter Brook en su libro El espacio vacío, cuando nos dice que no es el director de orquesta el que hace la música, sino ésta a él, cuando ese carácter invisible que tiene la música se apodera de él y a su través nos llega, para reconocer su abstracción en una forma concreta.

El lenguaje artístico del teatro le permite al actor atribuir significaciones imaginarias a lo que no existe y experimentar en ello una especie de liberación de la supuesta unidad en que estamos insertos. El actor y el artista en general hacen despiertos lo que los demás hacemos sólo cuando estamos dormidos o cuando éramos pequeños: jugar a ser otra cosa. Más allá de lo real, se explora en la posibilidad de hacer visible un mundo de ficción, un espacio virtual que no existe en la realidad pero que no deja de ser vivido por quien lo sueña. Así el actor hace aparecer la forma concreta del personaje en la obra, le da vida a algo que no existía hasta antes de que prestara su cuerpo para que eso fuera posible. El personaje necesita un cuerpo, y el actor un personaje. Y en la fusión ambos se convierten en obra de arte, en la concreción de un abstracto, en el maravilloso espacio de ficción por el que todos nos sentamos delante del escenario. En el que nos concentramos por el tiempo que dura la función, para escapar de ese nosotros mismos que tan aburrida tiene nuestra existencia.

¿Pero de qué depende que ese otro nos fascine, nos capture, nos hipnotice, nos sorprenda? Depende fundamentalmente de la maestría del actor, de su lenguaje simbólico, del ambiguo y enigmático ámbito en el que se mueve la creación teatral. Porque el actor crea algo que no existe, un personaje que cobra vida en el cuerpo de quien se ha prestado para dejarle ser, de tal suerte que al actor no lo vemos como un mentiroso en escena, sino como el progenitor de una figura hasta entonces invisible. Actor y personaje se confabulan para entrar juntos a vivir la misma historia, a padecer y gozar la misma vida. Han decidido llevar a cabo una experiencia idéntica. Los dos son uno, por ello es que el actor no se distingue del personaje mientras lo lleva encima. El actor no puede fingir ser el personaje porque entonces no es el personaje. Tiene que dejar de ser la persona ordinaria que es de manera cotidiana para darle paso a lo que de otra manera no tendría existencia. La dificultad está en que tiene que dejar de ser ese algo en lo que está metido para poder convertirse en otro. Transformarse en algo que normalmente no representa. Dejar de ser yo, y entrar al gozne de construir la existencia de un otro,  y dejarse jugar por el retozo de un poema que aún no ha sucedido.

De ahí que el actor no vuelve a ser el mismo después de que ha encarnado a un personaje. Porque éste le deja huellas, cicatrices imborrables que le recuerdan que otro, que no es él, ha pasado por su cuerpo, y que en esa confusión nada vuelve al mismo punto porque una vez que se han mezclado los ingredientes resulta muy complicado dispersarlos. El encuentro favorecido artificialmente da lugar a un estado de hecho, que como dice Clément Rosset para el caso de la filosofía, se ha trabado bien.

 

Pensar, en todos los casos, viene a ser lo mismo que «trabar» entre sí elementos de azar (en todos los casos: incluso los pensamientos que afirman radicalmente el azar no niegan la posibilidad de tales «trabazones», pero las consideran tan sólo como azarosas). Toda filosofía puede definirse así como el azar que se ha trabado.2

 

En la profundidad de esa sabiduría revelada por el azar, el actor resuelve no ser siempre el mismo personaje, porque la magia del juego está en ser siempre algo más. En jugar eternamente a no ser lo mismo, ni a estar en el mismo cuerpo. Por lo que actor y personaje se expulsan una vez que ha terminado la escena. El actor deja de actuar y el personaje desaparece, por lo menos mientras vuelve a representarse la escena. Pero como haber cargado con el personaje por un tiempo determinado deja hierros de los que resulta muy difícil despojarse. La separación deja en ambos una suerte de contaminación que modifica leve pero irreversiblemente lo que antes era de una manera y ahora se muestra de otra. El actor adquiere un extraño gusto  por la diversidad y quiere ser muchos personajes, no para encontrar en ellos una combinación perfecta, un traje a la medida o el personaje adecuado, sino por la satisfacción que experimenta en el ejercicio de sostener al otro. El reto que implica poder ser cada vez una cosa diferente y hacer visible lo invisible en la mágica transformación.

Para que ello sea posible el actor necesita de técnicas que le permitan hacer con eficacia su trabajo, vivir los dramas del personaje y sentir la energía que desborda su vitalidad. Necesita transformar su cuerpo hasta lograr la metamorfosis adecuada, lo que implica un gran trabajo de investigación y experimentación, des-aprender los movimientos habituales del cuerpo y explorar más allá de los límites autoimpuestos inconscientemente. Un giro, una mueca, un brinco, una contorsión, un meneo es lo que percibe el espectador y lo que vuelve seductor al teatro. Así como el griego deseaba ser el héroe de la escena, el espectador se identifica ahora con los personajes que le son revelados por el actor. Una acción que requiere de la energía del actor, el arrojo que le permite apropiarse de todo aquello cuanto le sirve para darle forma a lo que no la tiene.

Es por todo esto que puede decirse que el teatro se hace en presente, y aunque quedan huellas de cómo fue hecho, nada queda de las acciones fugaces con que se representa una obra. La actuación empieza y termina con las acciones del actor: así sea presentada la obra más de cien veces, las cien veces empezará y terminará con las acciones del actor, cada día estará el actor ahí, dispuesto a prestar su cuerpo para encarnar al personaje y hacer el poema de lo que aún no ha sucedido, para vivir y compartir cada día con el personaje. No hay historia de lo que aún no ha sucedido, porque mientras nada haya sucedido, puede suceder cualquier cosa. Producto siempre de encuentros azarosos que nadie puede prever, lo que aún no ha sucedido es probable que suceda, pero aún no ha sucedido. Si el poema aún no ha sucedido, el teatro puede inventarse un mundo de ficción, de hombres que viven entre el sueño y la vigilia, transeúntes de un espacio a otro, que pretenden escribir en el sistema nervioso del espectador su propia poética.

La carga más importante de la representación está en el actor que se vacía de sí mismo para llenarse de otro. Para darle cabida al personaje que no ha sido. Convertirse en el continente, en el espacio de lo que podría desbordarse de otra manera. El cuerpo del actor le da forma a la fuerza excesiva del personaje. Lo contiene en una forma y un ritmo que no sólo se hacen visibles, sino que de otra manera podrían no llegar a existir.

No se va al teatro a ver las cosas como están en el mundo, sino a ver las posibilidades de multiplicación que el mundo tiene en la representación. Se va al teatro a presenciar  los mundos posibles que la imaginación del poeta es capaz de poner ante nuestros ojos, a disfrutar del juego que hace posible que lo que funciona en el mundo de una manera, camina en el arte de otra.

Hamlet no cobra vida en el texto sino en el cuerpo del actor, por eso no es igual en un actor que en otro. Hamlet quiere vivir en el cuerpo del actor y el actor quiere que Hamlet viva en su cuerpo. El actor decide ser un personaje y éste no existe hasta que aquél le encarna: hasta que es creado por el cuerpo hace posible su existencia. Surgen ambos al mismo tiempo. El actor traduce su energía corporal en pequeños impulsos y acciones físicas que lo llevan a interpretar un personaje creíble. Y en esa virtualidad su existencia es aparente pero posible, verosímil pero sin efecto actual. Parece que el actor asesina, pero no lo hace de verdad. No es un asesino, sino un actor con la intención de construir un personaje, convirtiendo su cuerpo en una obra de arte en la que se erige un mundo-ficción. El personaje cobra vida en el cuerpo del actor. Un cuerpo que está ahí para dejarle ser y aparecer, pero no para dejarse ir en el personaje, pues quien muere en escena es el personaje y no el actor. Esto es posible mediante ciertas técnicas que le permiten al actor hacer con eficacia su trabajo, de modo que vive los dramas del personaje y desea sentir la energía que desborda su vitalidad, pero no se agota en una sola representación.

El actor cuenta con la energía de su cuerpo, se sirve de ella para darle forma a lo que no la tiene: el personaje. Presta su cuerpo, se vacía de sí mismo para llenarse de otro, hasta contener la existencia y la forma del personaje. La construcción de una máscara en un cuerpo que padece, que hace suya la pasión de otro, que sufre y se desgarra en su tragedia, Un cuerpo en el que quedan las huellas y los vacíos, por el que se hacen pasar las emociones, que quiere sentir aquello que existía sólo como posibilidad. Vivir en algún lado. Y el actor quiere desplazarse de continuo en la locura que lleva de una máscara a otra. Agotar todas las máscaras es signo de jovialidad, agotarlas para volver empezar.

Sólo en el arte se comparte la suerte común de todas las formas simbólicas: la de funcionar en sentido inconexo, irregular, sugestivo, creador de mundos cambiantes, antitéticos, contradictorios que sólo en la apariencia saben redimirse. Muchos personajes en un mismo cuerpo es la respuesta del actor que ha encontrado en ellos la manera de suspender momentáneamente el infinito peso del mundo y de esta manera soportar la existencia. Reírse del mundo y encontrar en el placer del absurdo el secreto del arte: el descentramiento de lo que existe.

Ser un punto entre mil y estar dispuesto a desfilar detrás de ese en otros más hasta el infinito, significa que el yo no privilegia un determinado papel y que está dispuesto a no identificarse para siempre con un sólo paraje. El actor no adscribe su yo a un rol determinado. Superando de manera irónica, la tiesa composición entre lo verdadero y lo falso.

Nietzsche diría que el actor busca en el arte la posibilidad de producir la inversión del mundo en que se desarrolla la vida, y que si la máscara es una condición permanente de la humanidad, el instante de creación en que se invierte el mundo por el arte se presenta como el punto de fuga que no es atrapable, como una ruptura de los límites, las divisiones y los conflictos en que se desenvuelve la vida común gracias al residuo que sobrevive al esfuerzo por reducirlo todo a un mundo sistemáticamente organizado.

El actor revela en su ejercicio teatral que la promesa de ser algún día algo, con lo que hemos anhelado toda nuestra vida, es un tejido que se desmorona por no existir realmente. La vida es una multiplicidad de formas, una composición de fuerzas que sólo están sostenidas por el azar de lo que existe. Nada que pueda controlarse por el proyecto. El actor sabe y revela al espectador que sólo en la multiplicidad de máscaras se impide la coagulación de la existencia. Que en esa dinámica de rompimientos que transporta a tiempos y espacios distintos, se abren las puertas de relaciones insospechadas. Un acercamiento al cuerpo y una preparación coordinada que descubre en las capacidades del actor un poder para sobrepasar sus propios límites. Una fuerza que todo lo sostiene y por la que todo ocurre.

El arte considerado como representación teatral que busca la despersonalización sistemática hace del gesto una máscara. Gestos de articulaciones polisémicas, que exploran un lenguaje comunicativo, valiéndose –como dice Artaud– de una prodigiosa matemática del teatro, que de una manera tan admirable como sorprendente, muestra en los gestos momentos imperceptibles en la vida racional. Como cuando Edipo se saca los ojos en el teatro, en ese lugar que ha sido creado para ver y en el que no queda nada para divisar. Ahí se muestra la gravedad y el peligro de los puntos del cuerpo que es necesario tocar para arrojarse al trance mágico del teatro. Dice Artaud que «el teatro enseña justamente la inutilidad de la acción, que una vez cometida no ha de repetirse, y la utilidad superior del estado inutilizado por la acción, que una vez restaurado produce la sublimación».3 El profundo valor expresivo del cuerpo no está en el gesto encontrado sino en el que está por hallarse. Porque la satisfacción de haber encontrado el gesto adecuado para un personaje es tan inmediata que desparece con el instante en el que se descubre que el estado inutilizado por la acción es un territorio más vasto y sugerente.

La acción del teatro, en opinión de Artaud, impulsa a los hombres a verse en su fragilidad, y frente a esa debilidad, la invitación a tomar una actitud  heroica y superior. Algo muy parecido al estímulo que hace Nietzsche al recogimiento para desatar el impulso primaveral de fuerza extraordinaria. Así como la naturaleza celebra su exceso con el florecimiento después de haberse recogido en el invierno, el actor podría imitar el surgimiento de esa potencia. Explorar la posibilidad de ser algo más en el mismo cuerpo. Ser otro, dejar que renazca lo que se contiene secretamente.

 

[…] no es que alguien se disfrace y quiera producir un engaño a otros, no, antes bien, es que el hombre está, fuera de sí y se cree a sí mismo transformado y hechizado. En el estado del hallarse fuera-de-sí, en el éxtasis, ya no es menester dar más que un sólo paso: no retornamos a nosotros mismos, sino que ingresamos en otro ser, de tal modo que nos portamos como seres transformados mágicamente.4

 

Ya decíamos antes que el personaje descansa completamente en la maestría artística del actor que desde lo oculto va mostrando mágicamente todo a plena luz, a diferencia del actor que ante su anatomía no guarda ya nada oculto. No es el cuerpo en sí, sino el brote de su lozanía y lo que es capaz de hacer con él, los innumerables gestos que hablan de sentimientos, pasiones, apetitos e impulsos. El lenguaje del teatro debe apuntar a la utilización simbólica del espacio. Acentuar la cultura de los gestos, las expresiones, las posturas, más allá del dominio del pensamiento y la inteligencia cotidiana. La búsqueda plástica del lenguaje físico, que casi siempre es enérgico y vigoroso, se comprende mientras se mantiene encerrado en su propio lenguaje o en correlación con él. El teatro debe romper con la actualidad, porque su objeto no es resolver conflictos sociales ni servir de campo de batalla a las pasiones morales, sino expresar ciertas verdades secretas. Sacar a la luz por medio de gestos ciertos aspectos de la existencia que se mantienen ocultos. Unir las posibilidades expresivas de las formas al mundo de los gestos, los ruidos, los colores, y los movimientos. Darle más importancia a la expresividad física de la mueca, a las necesidades físicas de la escena  para no destruir sus posibilidades.

Se trata de transgredir los límites ordinarios y realizar una suerte de creación artística en la que el actor se coloca entre el sueño y la vigilia, el espacio donde se produce el desgarramiento del actor porque sufre en su transfiguración el control de una fuerza que no logra fulminarlo. La potencia del actor comparada con la furia del asesino que se agota a sí misma está en que se mantiene en los límites de un círculo perfecto. Su acto es verdadero, viviente, mágico, sin escapatoria, y provocador como lo más absoluto de la rebelión. Pero no muere con el acto, antes bien se introduce en un vértigo interminable que lo obliga a ir cada vez más lejos. Por lo que cuando vemos la escena representada tenemos la impresión de que el acto es irrepetible. Nos da la impresión de que todo aquello es inesperado, aún cuando hayamos visto la obra ya más de una vez.

El actor fija de manera estricta y calculada hasta los últimos detalles de la representación, pero por un extraño misterio del teatro, no deja de reclamar la posibilidad de improvisar. De manera que la encarnación del personaje sólo se vuelve un producto terminado para el espectador. En el escenario no puede desdeñarse el irremediable toque con lo real. Pero torearlo depende de la prestancia del actor que ha aprendido a no reprimir sus impulsos, porque ellos le conducen a las formas. La intuición de que sumergirse en el caos puede llevarlo a encontrar la fuerza necesaria para establecerse con arrojo en su osadía para destruir las formas ordinarias. Y que las siluetas huecas que sobreviven a la catástrofe engendran los elementos plásticos de que dispone el teatro.

Bajo el efecto que produce la visión del caos, la percepción se modifica y capta dimensiones, formas y acciones que parecen más propias de la alucinación. Una fiesta en la que las imágenes tienen poder y fuerza absoluta, donde las potencialidades producen efectos insólitos. Para darnos una idea de los alcances de su ímpetu, revisemos lo que dice Peter Brook:

 

Para iniciar una ceremonia de vudú haitiana lo único que se necesita es un poste y gente. Se comienza a batir los tambores y en la lejana África los dioses oyen la llamada. Deciden acudir y, como el vudú es una religión muy práctica, tiene en cuenta el tiempo que necesita un dios para cruzar el Atlántico. Por lo tanto, se continúa batiendo los tambores, salmodiando y bebiendo ron. De esta manera se prepara el ambiente. Al cabo de cinco o seis horas llegan los dioses, revolotean por encima de las cabezas y, naturalmente, no merece la pena mirar hacia arriba ya que son invisibles. Y aquí es donde el poste desempeña su vital papel. Sin el poste nada uniría el mundo visible y el invisible. Al igual que la cruz, el poste es el punto de conjunción. Los espíritus se deslizan a través del bosque y se preparan para dar el segundo paso en su metamorfosis. Como necesitan un vehículo humano, eligen a uno de los participantes en la ceremonia. Una patada, uno o dos gemidos, un breve paroxismo en el suelo y el hombre queda poseído. Se pone de pie, ya no es él mismo, sino que está habitado por el dios. Éste tiene ahora forma, es alguien que puede gastar bromas, emborracharse y escuchar las quejas de todos. Lo primero que hace el sacerdote cuando llega el dios es estrecharle la mano y preguntarle por el viaje. Se trata de un dios apropiado, pero ya no es irreal: está ahí, a nivel de los participantes, accesible. El hombre o la mujer comunes pueden hablarle, cogerle la mano, discutir, maldecirlo, irse a la cama con él: así, de noche, el haitiano está en contacto con los grandes poderes y misterios que le gobiernan durante el día.5

 

El espacio teatral desterritorializa como el arte en general. Basta que el cuerpo se introduzca a un nuevo ritmo para que la hueca silueta de sus formas se invada con imágenes sorprendentes. Moverse de la misma manera por mucho tiempo hace que el cuerpo salga de sí y experimente emociones distintas. Cinco o seis horas bastan para que el cuerpo entre al éxtasis que produce la danza. El estar fuera de sí, es la condición para encontrarse con lo otro. En algunos ritos, la separación es para incorporarse de nuevo pero de manera distinta en la comunidad. Morir para renacer con la fuerza ansiosamente invocada. Ritos en los que surgen danzas, intentos por expresar emociones para las cuales resulta inadecuada la palabra. Y en el teatro se trata de producir esos trastornos permanentemente.

Como el actor no puede descansar en sus habilidades y técnicas adquiridas, tiene que desarrollar su capacidad para responder espontáneamente durante el acto. Consagrarse a la investigación teatral como explica Grotowski en su teatro pobre. La educación del actor no consiste en aprender algo, sino en eliminar las resistencias del organismo. Respecto a esto, Eugenio Barba señala:

 

Si el actor, al plantearse públicamente como un desafío, desafía a otros y a través del exceso, la profanación y el sacrilegio injurioso se revela a sí mismo deshaciéndose de su máscara cotidiana, hace posible que el espectador lleve a cabo un proceso similar de autopenetración. Si no exhibe su cuerpo, si en cambio lo aniquila, lo quema, lo libera de cualquier resistencia que entorpece los impulsos psíquicos, entonces no vende su cuerpo sino que lo sacrifica. Repite la expiación; se acerca a la santidad.6

 

El actor tiene que producir una combinación de instinto y disciplina para expresar sus asociaciones más intimas. De manera que quienes sean capaces de realizar la provocación, la transgresión y la revelación de sí mismos, dejarán atrás la máscara cotidiana. Una máscara de frustración, que oculta los conflictos internos. Con el objeto de acceder a una zona en la que esas complicaciones no desaparecen, sino que se subliman permanentemente porque en ellas se encuentra el germen de la sabiduría y de la creatividad. El actor debe acudir a su maestría para trascenderse a sí mismo en un acto de revelación que lo haga cada vez más fuerte.

Un último asunto que el actor resuelve, es lo que plantea Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción: el asunto de que el cuerpo es aquello gracias a lo que existen objetos. El cuerpo les da existencia con su mirada y prepara el espacio que les da profundidad. Se instala en un lugar, mira, y desde ahí hace que el objeto muestre una de sus caras. Puede moverse si quiere percibir el objeto desde otro ángulo y así conocer el resto de sus caras. El cuerpo impone la presencia del mundo. Yo observo los objetos exteriores con mi cuerpo, los manipulo, los examino, y les doy la vuelta; pero, a mi cuerpo, no lo observo: para poder hacerlo sería necesario disponer de un segundo cuerpo, a su vez tampoco observable.

Cuando el propio cuerpo se observa en el espejo, la imagen se ofrece como un simulacro, como una sombra que mima las iniciativas del cuerpo real. El actor lo sabe, y potencia la distancia. Al dejar de ser el cuerpo un objeto visual en la medida que nos acercamos a los ojos, el cuerpo se separa del mundo de los objeto, y prepara en medio de ellos un semiespacio al que no tienen acceso. Un espacio que la imaginación creadora repara de manera virtual con la máscara actoral. El cuerpo en el teatro produce no sólo la percepción que se tiene ante otros objetos, sino la que se tiene con la mano que toca a la otra mano, esa que siente que toca y que se siente tocada, en una especie de re-flexión. Pues no se trata de tocar el resto del cuerpo como un amasijo de huesos y músculos, sino el cuerpo como el contorno y la frontera con el mundo. En la paradoja de ser parte de un  espacio corpóreo que envuelve en lugar de desplegar, y de querer, al mismo tiempo, que la oscuridad del espacio exterior no le impida la claridad del espectáculo.

El actor distingue entre su gesto y su objetivo. El cuerpo para ver, no puede verse a sí mismo perdiendo con ello su objetivo, tiene que instalarse en la zona de no-ser  ante la cual pueden aparecer  seres precisos, figuras y puntos. Éste hace uso de sus gestos para deslizar su cuerpo en el espacio y permite que un fantasma atraviese su cuerpo real. A cambio del carácter melódico que encuentra el cuerpo en el gesto no habitual. Algo parecido a lo que relata Merleau-Ponty con el enfermo picado por un mosquito, que al buscar el punto picado lo encuentra enseguida porque no se trata para él de situarlo con respecto a unos ejes de coordenadas en el espacio objetivo, sino de llegar con su mano al punto picado con el objeto de rascar. Una relación vivida dentro del sistema natural del propio cuerpo, pero que con frecuencia se desatiende, y cuando se mira, produce sorpresa por encontrar ahí: el poema de lo que no ha sucedido.

 

Notas

 

1. De Tavira, Luis, El espectáculo invisible, Asociación de directores de escena de España, Madrid, 1999, p.137.

2. Rosset, Clément, Lógica de lo peor, Barral, Barcelona, 1976, p.66.

3. Artaud, Antonin, El teatro y su doble, Editorial Hermes, México, 1987, p. 92.

4. Nietzsche, Friedrich, El Nacimiento de la tragedia, Alianza Editorial, Madrid, 1995, p. 202.

5. Brook, Peter, El espacio vacío, Ediciones Península, 2006.

6. Grotowski, Jerzy, Hacia un teatro pobre, Siglo XXI, México, p. 28.